ESTUDIOS SOBRE DERECHO
Y SISTEMA PENAL
AÑO I | NÚMERO 1
JUNIO 2025
NOVIEMBRE 2025
ISSN 3072-8088
INSTITUTO INTERDISCIPLINARIO DE ESTUDIOS CONSTITUCIONALES (IIEC)
Por un saber jurídico penal descolonial Apuntes para contener el poder punitivo desde Nuestra América Eugenio Raúl Zaffaroni
Universidad de Buenos Aires, Argentina
ORCID: 0009-0000-7680-1339

Recibido: 1 de octubre de 2024. Aceptado: 15 de octubre de 2024. Resumen Este artículo analiza el devenir de las ideas en el campo del derecho penal, para luego explicar por qué es necesario desarrollar, desde una perspectiva nuestroamericana, un esquema teórico que busque la contención del poder punitivo. Palabras clave: derecho penal | Latinoamérica | poder punitivo
For a decolonial criminal legal knowledge Notes to contain the punitive power from our America Abstract This article analyzes the evolution of ideas in the field of criminal law, and then explains why it is necessary to develop, from a Latin American perspective, a theoretical scheme that seeks to contain punitive power. Keywords: criminal law | Latin America | punitive power
Iniciar un Doctorado en derecho penal requiere una definición, es decir, un sentido que lo justifique, porque contamos con muchos buenos penalistas y muchos cursos de posgrado en la materia.1 Al comenzar este Doctorado en la Universidad Nacional de José C. Paz, intentamos formar un perfil de penalista adecuado al contexto de nuestra región. Hoy domina en nuestra materia el método dogmático, es decir, el de un saber que tiene un claro sentido práctico, que es el de facilitar la interpretación de la legislación vigente en forma sistemática para proponer modelos de jurisprudencia, o sea, de sentencias, que son actos de gobierno de la polis, se trata de actos políticos. Dicho de otra manera, partimos en entender que toda construcción dogmática es un verdadero programa político. Cuando afirmamos que intentaremos la formación de penalistas que piensen e investiguen conforme a nuestro contexto, no podemos obviar la realidad de que nuestra patria y nuestra región sufren las consecuencias de cinco siglos de diferentes etapas de colonialismo, cada una de ellas con su propia colonialidad condicionante de nuestro saber. Por decirlo claramente: es menester tomar consciencia de esto para generar un saber jurídico penal descolonial, que se haga cargo de los datos del ejercicio real del poder punitivo en nuestra región, para contenerlo dentro de límites mínimamente racionales. Para explicar los obstáculos que debemos vencer, no me remontaré ahora a tiempos demasiado lejanos, sino solo a la colonialidad ideológica que caracterizó a nuestra materia y que comenzó a fines del siglo XIX. Desde nuestro sur, cabe hacer notar que como resultado del robo cometido por el genocidio colonial de nuestra América habían surgido en el siglo XVIII en el norte las incipientes burguesías. El iluminismo y el liberalismo fueron las ideologías ofrecidas por filósofos y juristas para legitimar sus luchas contra las noblezas, o sea, modelos de Estado con límites al poder, contrapuestos al modelo absoluto del ancien régime, pero que en ningún momento se ocuparon de la dignidad humana de los colonizados; basta señalar que en el “Siglo de las Luces”, en que en el norte se proponían estos modelos de Estados, el tráfico negrero transportó a América el mayor número de africanos. Pero cuando estas burguesías llegaron al poder abandonaron de inmediato esos atuendos ideológicos que ya no les eran útiles, para pasar a ejercer su propio poder sin límites, tanto sobre las masas miserables o clases peligrosas de sus grandes ciudades como sobre los colonizados de Asia, África y Oceanía, legitimando los millones de muertos de todos los genocidios del neocolonialismo. Para eso abrazaron la ideología médico-policial racista evolucionista sintetizada por Spencer, un diletante ingeniero ferroviario. En nuestro sur y en la segunda parte del siglo XIX se establecieron repúblicas oligárquicas que suspendieron la eficacia de las constituciones liberales, dejándolas como promesas para el futuro, y legitimaron su poder en la supuesta necesidad de gobernar a nuestros pueblos de mestizos, indios, negros y mulatos, considerados inferiores raciales, para evitar que se destruyesen, erigiéndose en minorías iluminadas, encargadas de civilizar a nuestros pueblos salvajes. Para eso importaron la ideología del evolucionismo racista de Spencer en lo político general, que vino a encajar a la perfección con el positivismo criminológico más o menos lombrosiano en nuestra materia que, rápidamente, dominó en nuestras academias y universidades hasta mediados del siglo pasado. De no tomar en cuenta estos datos, el juego ideológico parece una simple elección arbitraria de discursos, sin tener en cuenta que estos se ofrecen en la tienda de ideologías y el poder elige y se lleva los que en cada momento les resultan más funcionales. Cuando en la última posguerra el racismo se hizo insostenible, el positivismo penal con su reduccionismo biológico dejó de ser la base ideológica del derecho penal también en nuestra región y, con urgencia, debimos buscar otra base de sustentación. Para eso el penalismo de nuestra América trajo la dogmática alemana, tratando de presentarla como resultado de un método científico puro, ajeno a toda ideología, es decir, como una suerte de fisicalismo jurídico penal políticamente neutro que daría lugar a una supuesta pax dogmática. De esa forma se importaron diferentes sistemas dogmáticos alemanes, en especial los de Franz von Liszt, Edmund Mezger, Hans Welzel y Claus Roxin. Se entendió que el posterior superaba al anterior por su mayor completividad lógica, es decir, por su menor contradicción interna, como si se tratase de sucesivos modelos de ingenios electrónicos. Para eso, se pasó por alto que cada modelo que marcó época en Alemania respondió a un contexto político, económico, social y cultural a lo largo de la accidentada y dramática historia alemana. Basta recorrer esa historia para percatarse que el normativismo positivista legal de Binding era funcional al momento de la unidad del imperio con Bismarck, que la contraposición de política criminal y derecho penal era funcional al Estado intervencionista de Guillermo II, que Mezger adecuó la dogmática neokantiana a la interpretación de la legislación penal nazi, que Welzel resulta perfectamente funcional a la política de reconstrucción de posguerra de Konrad Adenauer y que Roxin parece a la medida de la Alemania socialdemócrata de los tiempos de Willy Brandt. El contexto de cada uno de los autores importados lo olvidamos en el mostrador de la aduana y, al mismo tiempo, hubo otros que en su momento citamos de segunda mano o solo en sus trabajos no penales, como Gustav Radbruch y Max Ernst Mayer que, junto a otros, fueron los penalistas liberales de los tiempos de la República de Weimar. Nada de lo que trajimos fue del todo aséptico, solo que no lo notamos. No se trata de dejar la dogmática ni mucho menos, pues eso sería un error que nos haría caer en el romanticismo irresponsable, sino de imitar –no copiar– a los alemanes. Se trata, como hicieron los alemanes, de hacer dogmática, pero conforme a nuestro propio contexto, al del poder punitivo en nuestra América. No estamos haciendo sistemas de interpretación para que nuestros jueces habiliten poder punitivo conforme a supuestos modelos que no tienen en cuenta tiempo ni espacio, no estamos en Alemania hace un siglo o en Estados Unidos en tiempos de Roosevelt, sino aquí, en nuestra América, donde no nos queda otra alternativa que estar y ser. Esta es la tarea que nuestro derecho penal tiene por delante. Al proyectar la habilitación del ejercicio del poder punitivo en nuestro país y en nuestra América, no podemos ignorar que estamos en un contexto en que este no se agota en lo formal, en el habilitado por los jueces, sino también en una realidad de poder punitivo informal, que no es independiente del formal, porque es ilícito, delincuencial, y si se ejerce es porque el formal no puede o no quiere contenerlo. Los poderes punitivos formal e informal no son independientes, sino interdependientes. Tenemos una realidad de policías autonomizadas que lo ejercen por cuenta propia, de bandas de criminalidad de mercado que también ejercen poder punitivo, en medio de lo cual surgen grupos de autodefensa, parapoliciales, brigadas, justicieros, que también ejercen poder punitivo. No tenemos pena de muerte formal, pero abundan las ejecuciones sin proceso. El norte de América del Sur, Centroamérica y México registran índices de homicidio que solo son superados por cuatro o cinco países africanos. En lo formal, nuestras prisiones tienden a degradarse en campos de concentración con altos índices de mortalidad y morbilidad y violencia homicida. Como síntesis, diría que esto trasciende en mucho la mera cuestión penal, pues tiende a traducirse en Estados deteriorados, que van perdiendo el monopolio del poder punitivo, pero también de la recaudación fiscal, porque cada ejercicio de poder punitivo informal va acompañado de una recaudación fiscal al margen del Estado, llámese corrupción o como se quiera. Tampoco falta alguna cúpula política que degrada a las Fuerzas Armadas a función policial, con el desastroso resultado de corromperlas, llevarlas a cometer errores gravísimos que les hacen perder el respeto de la población, con lo cual se termina por debilitar la Defensa nacional. Nuestros Estados de derecho se degradan, pero no en el sentido de Estados de policía, con cúpulas políticas fortísimas, pues las nuestras son siempre débiles, es decir, que nos orientamos a Estados enclenques, raquíticos, en menos Estados, que son pasto más fácil del actual colonialismo financiero. Esto no es criminología crítica ni radical, no se trata de ninguna construcción marxista de Frankfurt ni nada por el estilo, simple y sencillamente los que mencionamos son datos de la realidad del ejercicio del poder punitivo en nuestra región. Son datos objetivos que hacen al contexto político, económico, social y cultural en el que debemos desarrollar nuestro derecho penal, construir nuestro saber destinado a orientar a los jueces para la habilitación formal del poder punitivo. También forma parte esencial de nuestro contexto una realidad creada, una verdadera invención de realidad, que es la que proyecta y nos infunde la comunicación de medios concentrados, oligopólicos y monopólicos y las redes de comunicación electrónica cada día más perfeccionadas mediante la inteligencia artificial. Ya no se trata de discutir el uso de la radiotelefonía como hace casi un siglo, sino de una alta tecnología de manipulación de opinión que, sin embargo, sigue respondiendo a los once principios de Göbbels en cuanto a sus objetivos. Esta realidad inventada permite la creación de los estereotipos de enemigos sobre los que descargar selectivamente el poder punitivo. A ella responden políticos inescrupulosos que destruyen nuestras legislaciones penales en un festival de punitivismo populachero irresponsable como forma de obtener los votos que no saben ganarse de modo limpio, a los que siguen otros políticos asustados ante la perspectiva de perderlos. Se sostiene una fe absoluta en la prevención general, como si quien vaya a cometer algún femicidio u otro crimen aberrante, un rato antes leyese el Código Penal para saber cuánto le costará, como si fuese una lista de precios. Estos políticos inescrupulosos y asustados y la comunicación inventora de realidad atemorizan a los jueces con linchamiento mediático. Este es el contexto del penalista latinoamericano, del que nuestro derecho penal procura evadirse, al no saber bien cómo incorporar sus datos y tampoco evitar el dolor y el riesgo del choque con la realidad. Para eso se apela a mecanismos de huida, inventando fines de la pena que fueran propuestos por las ideologías del norte, tanto las que apuntalaban el ascenso de las burguesías del siglo XVIII como algún resabio peligrosista del siglo XIX, sin caer en la cuenta de que cada finalidad asignada a la pena en ese tiempo era consecuencia derivada del correspondiente proyecto de Estado. Como el penalismo no se percata de esto, elige arbitrariamente asignar funciones a la pena, a veces plurales e incompatibles, mezclando modelos de Estados y antropologías filosóficas con increíble superficialidad, donde los problemas más arduos de la ciencia política y de la filosofía se tratan como si fuesen cuestiones penales que se resuelven en pocos párrafos. De esta forma, cada construcción acaba siendo un programa político trazado en base a funciones imaginadas de la pena y en el marco de modelos de Estado también imaginados. De este modo, se trata de eludir nuestro contexto apelando a racionalizaciones. El mecanismo de huida de la realidad por vía de racionalización y negación resulta atractivo, porque promete evitar confrontaciones con factores reales de poder, parece garantizar que el académico no será molestado, que no se lo estigmatizará como loco, desequilibrado, extremista, anarquista, etc., o que como juez o funcionario no se lo destituirá después de victimizarlo por linchamientos mediáticos. En síntesis, es más cómodo refugiarse en la racionalización y en la negación, proyectar sistemas con fines de la pena que no son los reales y en el marco de Estados que tampoco existen, o sea, en una ficción solo imaginada por los penalistas. De este modo se contribuye a la pax burocrática y si el mundo real salpica, siempre queda la posibilidad de imputar las manchas infecciosas a la política. Algunos autores demasiado sensibles al drama, en especial en el norte, ante la complejidad de la tarea de abrir la dogmática jurídico penal a los datos de realidad, prefieren dejarla de lado y dedicarse a imaginar políticas criminales, incluso proyectando verdaderos cambios civilizatorios, como es el caso del abolicionismo y minimalismo penales. Hace más de cuarenta años que discutí con estas perspectivas que, por cierto, son valiosas, respetables y generosas, pero son propias del norte. Aquí en el sur, mientras soñamos con sociedades futuras, ¿qué les decimos a los jueces?, ¿qué hacemos con los datos letales del ejercicio real del poder punitivo?, ¿cómo dejamos sin respuesta nuestras urgentes demandas de detener un posible descontrol del poder punitivo? La tarea que tenemos por delante requiere un esfuerzo de pensamiento que impone volver a las preguntas ingenuas, es decir, a las que nada dan por sentado o presupuesto. La más elemental de las preguntas ingenuas es la siguiente: ¿Qué podemos verificar a partir de la experiencia universal en materia de poder punitivo? Son obvias las razones por las que no se reitera mucho esta pregunta, porque lo primero que salta a la vista es el astronómico número de cadáveres que el poder punitivo ha producido y, además, que esta producción de cadáveres oscila, no es pareja, pues aumenta cuando dejamos de contener suficientemente su ejercicio, caso en que acaba en masacres y genocidios, cometidos todos invariablemente por sus propias agencias. No nos vayamos muy lejos en el tiempo: la Gestapo, las SS Schutzstaffel; la KGB estalinista; los ejércitos degradados a policías en las dictaduras de seguridad nacional; etc. ¿Pero qué estamos diciendo? ¿Acaso los jueces son asesinos? No, por cierto que no, porque pese a lo que en general se cree, los jueces, fiscales, defensores y trabajadores judiciales no ejercen el poder punitivo, sino las agencias ejecutivas, o sea, las policías. Basta pararse un momento en la acera de cualquier tribunal para ver que desde un vehículo oficial descienden unos sujetos esposados que no son seleccionados por los operadores judiciales, sino por las policías. Los genocidios se producen cuando deja de haber jueces, aunque se mantengan sujetos disfrazados con togas. Los operadores judiciales disponen de una suerte de semáforo: cuando la selección policial es absurda, funciona la luz roja y el proceso de criminalización secundaria se detiene; cuando se trata de un hecho de gravedad, funciona la luz verde y avanza; si las cosas no están muy claras, se enciende la luz amarilla y cabe esperar. En definitiva, la función de la dogmática es proyectar sistemas que hagan funcionar óptimamente el semáforo judicial. Cuando desaparecen o se debilitan mucho los semáforos judiciales, el poder punitivo se expande sin control, es como una suerte de olla a presión que estalla. ¿Y el objetivo del poder punitivo? ¿La tan discutida función de la pena? Hacia la década del ochenta del siglo XIX hubo un jurista de nuestra América llamado Tobias Barreto, jefe de la llamada escuela de Recife, en el nordeste brasileño, que tenía brillantes chispazos de lucidez, pero que, como no vivía en el norte, pasó inadvertido al mundo penal sometido a la colonialidad. Barreto afirmó que no valía la pena preguntarse por la finalidad de la pena ni justificarla, salvo que antes –si es que ya no se lo había hecho– se justificase la guerra. Con una extraordinaria lucidez de pionero, se percató de que pena y guerra eran dos hechos políticos, cada uno de ellos un factum político, un hecho de poder desnudo. Efectivamente, resulta claro que el poder punitivo cumple muy diferentes funciones y que ni los sociólogos más perspicaces las conocen todas. Quien afirma que la pena no cumple ninguna función, no sirve para nada, está psicótico, porque la verdad es que sirve para muchísimas cosas, precisamente como resultado de su naturaleza de factum político, siempre por esencia multifuncional. Es exactamente igual que la guerra: un hecho de poder político. Hoy no sorprende la discusión acerca de la relación de la política y la guerra, sea en versión de Carl von Clausewitz o de Michel Foucault; se reconoce que son dos hechos políticos, de poder, lo que Barreto intuyó mucho antes de las Convenciones de Ginebra. Años después de su genial observación los internacionalistas tuvieron un gesto de humildad que los penalistas nunca tuvimos: dejaron de lado la centralidad de discutir el derecho a la guerra y pasaron a dar preferencia al derecho en la guerra, dando origen al derecho internacional humanitario, cuya agencia ejecutiva es la Cruz Roja. Todavía nosotros no nos dimos cuenta de que somos la Cruz Roja del momento de la política y seguimos creyendo que el poder punitivo se ejerce como lo imaginamos en nuestros libros. Los internacionalistas se dieron cuenta desde hace mucho de que, quienes tienen el poder de hacer la guerra, la hacen, sin leer antes sus teorías sobre la guerra justa e injusta. Por eso se centraron en la contención de la guerra, en construir un derecho que se limitase a condenar sus mayores crueldades, es decir, a acotar en lo posible la letalidad de la guerra. En especial en nuestra América –y quizá en todo el sur planetario– ha llegado el momento de preguntarnos si acaso tiene poca importancia asumir conscientemente la función de contención racional del ejercicio de un factum político, si es preferible huir del desafío soñando con sociedades futuras o inventando funciones a la pena en Estados también imaginados y mezclando todo para afirmar que estamos en paz con nuestra conciencia. En lo individual, los mecanismos de huida nunca son solución, pues por algún lado se nos escapa la mala conciencia y caemos en errores de conducta que nos afectan la salud y nos acortan la vida y, en lo social, nunca es una buena solución negar la realidad, porque nos puede aplastar una locomotora. Esto no significa que el penalista de nuestra América no pueda y hasta deba comprometerse con la dinámica social. Es obvio que el científico no pierde su condición de ciudadano, pero será en este último rol que lo podrá hacer; cuando cierre sus libros será libre para subir a una tribuna política, pero consciente de que la dinámica social es de los pueblos y, por ende, como ciudadano él es solo uno más en la tribuna. No hay razón para que el penalista no controle su condicionamiento narcisista y se deprima por ser consciente de que con el derecho penal no cambiará el mundo y menos la civilización. Esta sensación solo sería el producto de no advertir la trascendental importancia e imperiosa necesidad de la función de contención del poder punitivo, pues de no ejercerse ese poder de contención, como ciudadano no tendría la menor posibilidad de montarse en ninguna tribuna política, toda vez que, precisamente, esa contención es la que garantiza a los pueblos el espacio en que estos protagonizarán el cambio social. Revalorar los límites al poder punitivo que los iluministas y liberales del siglo XVIII se reservaban para ellos es tarea urgente, pero sin incurrir en el error de perdernos en funciones de la pena y en modelos de Estado. Sin olvidar que esos juristas y filósofos proponían modelos de Estado, porque esa era su función, necesitaban imponer modelos contrarios al Estado absoluto. Ahora y aquí, en nuestra América, necesitamos recuperar las garantías, los límites al ejercicio del poder punitivo, pero nada más, porque no necesitamos proyectar modelos de Estado, dado que ya los tenemos vigentes en nuestras constituciones. De lo que ahora se trata es de dar eficacia a las leyes constitucionales e internacionales vigentes. Por doloroso que sea, es menester dejar de lado cualquier tentativa de construcción dogmática que obstaculice la incorporación de los datos de la tremenda realidad de nuestro contexto. Eso nos obligará a construir una ciencia jurídico penal con una metodología dogmática que imponga repensar, entre otras muchas cosas, por ejemplo, los alcances de las causas de justificación y de exculpación. En base a los principios constitucionales, en especial la racionalidad republicana y la igualdad, deberemos repensar la legítima defensa incluso contra el Estado, los estados de necesidad justificantes y exculpantes frente a la creciente pauperización de nuestras poblaciones, a la creación por acción u omisión estatal de necesidades extremas e incluso de abiertas agresiones. Este es el objetivo que nos proponemos explicitar en este Doctorado, sabiendo que los derechos nunca son graciosas concesiones del príncipe, sino que, como nos decía Rudolf von Ihering, se obtienen, conservan y recuperan por lucha que, en definitiva, es parte de la esencia del derecho: el camino del deber ser al ser siempre es lucha. José C. Paz, 1º de agosto de 2024.

  1. Este artículo se basa en la clase inaugural del Doctorado en Derecho Penal y Derechos Humanos de la Universidad Nacional de José C. Paz. Ese posgrado surge de la necesidad de avanzar hacia una reconstrucción científica del derecho penal que corresponda con las particularidades de nuestro país y de nuestra región, con sus formas específicas de modelos de Estado, de ejercicio real del poder punitivo y sus especiales formas de marginación y discriminación social.↩︎

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