ESTUDIOS SOBRE DERECHO
Y SISTEMA PENAL
AÑO I | NÚMERO 1
JUNIO 2025
NOVIEMBRE 2025
ISSN 3072-8088
INSTITUTO INTERDISCIPLINARIO DE ESTUDIOS CONSTITUCIONALES (IIEC)
La desaparición del ritual penal ¿El retorno de la venganza? Juan Cruz Ara Aimar
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
juancruzaraaimar@gmail.com | ORCID: 0009-0007-0625-2507

Recibido: 9 de febrero de 2024. Aceptado: 29 de agosto de 2024. Resumen El presente artículo tiene por objeto analizar los rituales penales desde la teoría de dispositivos y el nuevo realismo. Sucintamente, se refieren primero las características ceremoniales de los procesos, su rol como productores de sujetos, el espacio-tiempo que instituyen y su relación con otros dispositivos como el mediático. Luego, se intenta desentrañar cuál es la función que les fuera atribuida y cuál cumplen hoy, concluyéndose en el retorno del deseo vindicativo y sacrificial. Por último, no conformes con una lectura pesimista, se propone un comienzo para la reapropiación de los rituales en clave de emancipación. Palabras clave: proceso | Poder Judicial | venganza | ritual
The disappearance of the penal ritual The return of vengeance? Abstract The purpose of this article is to analyze justice rituals from the theory of devices and new realism. Briefly, the ceremonial characteristics of the processes are first referred to, their role as producers of subjects, the space-time they establish and their relationship with other devices such as the media. Then, an attempt is made to unravel what function was attributed to them and what they fulfill today, concluding in the return of the vindictive and sacrificial desire. Finally, not satisfied with a pessimistic reading, a beginning is proposed for the reappropriation of rituals in the key of emancipation. Keywords: trial | Justice System | vengeance | ritual
1. Introducción –Ve usted –dijo K–, no tiene mucha experiencia en asuntos judiciales.
–No, no la tengo –dijo la señorita Bürstner–, y lo he lamentado con frecuencia, pues
quisiera saberlo todo y los asuntos judiciales me interesan mucho. Los
tribunales ejercen una poderosa fascinación, ¿verdad?
Franz Kafka, El proceso (2008) En la era del big data, la inteligencia artificial, el individualismo, la inmediatez y el consumismo, los rituales y los signos terminan de periclitar. Ya no hay tiempo ni espacio para la puesta en escena. La información rechaza cualquier ápice de teatralidad. La dominación es oblicua, tangencial, sin demoras ni oropeles. Esta situación no es ajena al sistema judicial penal, una maquinaria moderna que, con ligeras variaciones y concesiones, continúa funcionando a la par de otras instituciones y procesos de subjetivación. Lo que sí genera temblores, aunque no siempre puertas adentro, es para qué sirve específicamente el sistema, cuál es el fin social. Enterradas para siempre las teorías “re” (resocialización, readaptación, retribución, etc.), bajo los embates de las teorías críticas y los paladines de la eficacia por igual, el sistema penal continúa con la puesta en escena de espectáculos sin final, sin cierre, que se retrotraen a la antigua lógica sacrificial. En otras palabras, los rituales penales empalidecen, pero en sus sombras siguen albergando una función. Desprovistos de verdad y justicia, tejen con jirones la venganza. El presente artículo tiene por objeto analizar los rituales penales desde la teoría de dispositivos y el nuevo realismo. Sucintamente, se refieren primero las características ceremoniales de los procesos, su rol como productores de sujetos, el espacio-tiempo que instituyen y su relación con otros dispositivos como el mediático. Luego, se intenta desentrañar cuál es la función que les fuera atribuida y cuál cumplen hoy, concluyéndose en el retorno del deseo vindicativo y sacrificial. Por último, no conformes con una lectura pesimista, se propone un comienzo para la reapropiación de los rituales en clave de emancipación. Como plantea Byung-Chul Han, el análisis de la desaparición de los rituales es esbozado sin nostalgia, pero sin interpretarla como la historia de una emancipación (2022: 9). 2. El proceso como ritual No puede reputarse como novedoso que los procesos penales revisten notas de espectacularidad, donde son tan importantes los partícipes como los públicos.1 Desde los orígenes de la sociología, Durkheim encontró en el sistema judicial penal una función clara y fundamental: mantener la cohesión social que resulta de las semejanzas sociales (2011: 107). Bajo esta premisa, el ritual penal es resultado y, al mismo tiempo, un importante catalizador de la conciencia colectiva o de los valores sociales, provocando que las personas procedan del mismo modo en un momento determinado. Sin embargo, en las postrimerías del siglo XVIII y comienzos del XIX, Foucault documenta un cambio fundamental en el ritual penal como consecuencia del humanismo y la puesta a punto de las sociedades disciplinares: el espectáculo punitivo se refugia en las sombras y es el proceso el encargado de dar luz al escándalo (2010).2 En palabras más sencillas, el delito se muestra en el debate y no en el castigo. Como puede advertirse, los estudios de Foucault complementan, pero no descartan los descubrimientos de Durkheim. Antes bien, debemos conceder a este último el basamento moral del proceso penal, su bagaje simbólico y la relación con los públicos. Algo que, con el advenimiento de la sociedad de masas, mantuvo una relación inextricable con los primigenios medios masivos de comunicación, a través de lo que en las últimas décadas se ha dado en llamar juicios mediáticos y paralelos (Ara Aimar, 2023a). Sin perjuicio de ello, cabe recordar que la visión causal de arriba a abajo (top-down) legada por Durkheim fue rebatida en la misma época por Weber, como así también que, desde mediados del siglo XX, la sociología ha ingresado en el terreno del relacionalismo (Corcuff, 2014). ¿Cuál es, entonces, el vínculo específico de los rituales judiciales con la sociedad? ¿Son hechos sociales que se imponen a los individuos? ¿Son acciones sociales motivadas por sujetos particulares? ¿Se trata de un proceso en ambas direcciones o, mejor aún, circular? ¿Debe abandonarse definitivamente la causalidad lineal? En un libro conocido en el mundo jurídico, Oscar Chase esboza, a través de un estudio comparativo, la relación entre los rituales de resolución de conflictos y las formas culturales en que se insertan. Así, refiere que “las formas de solución de conflictos son en gran parte un reflejo de la cultura en la cual se integran; no son un sistema autónomo fundamentalmente producto de expertos y especialistas aislados” (Chase, 2011: 21). De su simple lectura, esta idea se contrapone en parte a las visiones sistémicas, como la elaborada por Luhmann, para quien el derecho es un subsistema social cerrado o autopoiético que, en todo caso, responde a excitaciones externas, en este caso de la cultura, reapropiándolo en términos jurídicos bajo la dinámica legal-ilegal (1998, 2005). No obstante, la postura de Chase se complejiza con el correr de su obra. En lo que aquí interesa, este se pregunta por qué los rituales son importantes en los sistemas formales de resolución de conflictos y cómo pueden reflejarse en una cultura y al tiempo configurarlas. Y ofrece en ese sentido dos propuestas: a) las instituciones relativas a la resolución de controversias emplean estas prácticas ceremoniales como elemento para su legitimidad, debido a que las controversias resueltas a través de medios oficiales se basan en la cultura y la reflejan; y b) con el paso del tiempo las prácticas que las han legitimado adquieren por sí mismas carácter ritual y poder simbólico (Chase, 2011: 157). Ahora bien, en la misma obra, el autor expresa que esta relación es recíproca: los procesos a través de los cuales se resuelven controversias son un factor de importancia en su influencia en la permanente tarea de mantener o configurar la cultura en la cual se insertan (2011: 185), lo que parece más acertado. En los términos esbozados, el ritual penal parece surgir de un juego de espejos con la cultura: se refleja en ella y ella en él. Aunque estemos de acuerdo con esta tesis, la pregunta obligada es cómo se producen los cambios, dado que un juego de espejos supone una cristalización inmovilizante. ¿Puede el sistema penal producir un cambio cultural o, por el contrario, siempre depende de la cultura, como sugiere la primera cita de Chase? Como puede advertirse, estamos en presencia de un problema ontológico y causal que, como veremos a continuación, puede ser superado. Por lo pronto, vale señalar que un sistema judicial no es el reflejo de la cultura, ni de la sociedad, ni de la política; en todo caso, son partes de ellas, que pueden armonizar o no. En otras palabras, los rituales son redes o dispositivos que se entrelazan con otros a partir de nodos y vínculos comunes. El término “sociedad” no es más que ese conjunto siempre cambiante de redes yuxtapuestas que enlazan tanto conductas humanas como cosas, animales, plantas, ideas, valores o emociones. Esta visión implica abandonar tanto la causalidad lineal como los juegos de espejos, para prestar atención a las sutiles vibraciones que unas redes contagian a otras. 3. El dispositivo procesal penal En otros trabajos, hemos esbozado un marco teórico que considera a los procesos judiciales como redes o, más precisamente, dispositivos, compuestos por relaciones entre cosas, sujetos y discursos. Desde el aspecto ontológico, para esta postura no existen diferencias o preeminencias entre ellos; si están en la red, todos tienen el mismo estatus. Desde el plano metodológico, por su parte, es necesario determinar cuál de estos actantes es capaz de influir en las conductas de otros (Ara Aimar, 2023b). ¿Qué puede aportar esta postura al análisis de los rituales penales? En primer término, las redes requieren energía. En la fotosíntesis o en la ingesta de alimentos, plantas y animales transforman energía de distintos tipos. Así como una red no puede existir sin energía, un dispositivo (una red social) no puede existir sin poder. Pero no debemos perder de vista que el poder no es algo externo, sino algo que surge y se desplaza dentro del propio dispositivo. En este sentido, Foucault advierte que el poder se produce en todas las relaciones de los nodos del encadenamiento. El dispositivo es una red de relaciones de poder (2014). De allí a que pueda hablar de una microfísica. En el caso de los rituales, el poder es visible. Quien conoce las formas solemnes, quien puede participar o dirigir la ceremonia, tiene una relación de poder con aquellos que no; es decir, que puede dirigir su conducta. “Saber es poder”, remarcaba con insistencia Foucault. En segundo lugar, el poder se relaciona con otras dos categorías igual de importantes: los sujetos y el discurso. Sintéticamente, los dispositivos, en tanto relaciones de lo dicho y lo no dicho, constituyen un aparato o herramienta que crea sujetos. En palabras de Agamben, “los dispositivos siempre deben implicar un proceso de subjetivación, es decir, deben producir un sujeto” (2016: 18). En relación con el saber, los dispositivos conllevan siempre una dimensión epistemológica, una episteme o decir veraz, porque son mediados lingüísticamente. No existe verdad sin enunciación. En principio, esta dimensión es exclusiva de los dispositivos y no se aplica a todas las redes. La verdad es antropológica. Los animales, las plantas o las piedras no necesitan aletheia, no tenemos por qué imponerles esa categoría, lo que no significa que no participen en ella ni que debamos escucharlos y observarlos con atención para alcanzarla. ¿Qué tiene que ver todo esto con los rituales penales? En su faz ceremonial, el proceso funciona transformando y utilizando el poder discursivamente para producir sujetos: juezas/jueces, fiscales, testigas/os y, sobre todo, imputadas/os: encarnaciones del bien y el mal, lo justo y lo injusto, que los públicos interpretan y utilizan en sus propias vivencias. El ritual ordena, coloca las cosas en su lugar, instituye o restituye un orden. De esta manera, si los rituales funcionan como una caja de resonancia social, si generan una música o melodía común, es importante conocer quiénes tocan los instrumentos, quiénes son los espectadores y quién es el director de orquesta; quiénes son, en suma, los héroes y villanos de la ópera. En otras palabras, el análisis debe incluir quiénes son los funcionarios judiciales, cómo se eligen y qué reglas deben aplicar, entre otras cuestiones tan importantes como el rol de la policía, la medicina o la cárcel. Aunque la ley ocupa un lugar privilegiado en el ritual, no es el único elemento que constituye el dispositivo. Si bien ella traza la distinción esencial entre normal/anormal, legal/ilegal, bueno/malo, los códigos pueden reformarse, las leyes cambiar. Es en ese ámbito donde el proceso ocupa un lugar central, como el entramado por el cual se efectiviza una disyuntiva que se sustrae a la síntesis y fija el resultado final del conflicto. 4. El espacio-tiempo ritual Las redes y dispositivos también configuran su espacio. Antaño, los rituales penales ocurrían bajo un árbol sagrado o un pórtico, en medio del mercado o la plaza, en una estancia específica de la corte o el palacio y, finalmente, en los tribunales, un espacio arquitectónico pensado, diseñado y puesto en acto para la justicia. En las salas de audiencias todavía podemos rastrear las líneas que nos ligan a su historia; una historia que, en el caso del ritual penal, implica una remisión sacra: el estrado como un altar, el lugar destinado al jurado como un coro, el estado de los testigos como un atril, la reja de la balaustrada que separa la zona destinada al público respecto a la zona reservada para las autoridades, las banderas nacional y local ondeando. Y para sorpresa de Chase (2011: 163), hasta hace no muy poco tiempo en Argentina, la cruz. Como en todo dispositivo, el espacio del ritual penal no es ajeno a las relaciones de saber y poder. Nótese el lugar central reservado a las juezas y los jueces, las partes ubicadas enfrente suyo, el jurado, si lo hay, a su lado, y el público detrás; configuración antiquísima que ni siquiera las cámaras de televisión lograron modificar y a la que debieron adaptarse. En este sentido, no debe soslayarse la extensa discusión de comienzos del siglo XX tanto dentro como fuera de los tribunales, que culminó con la apertura de las salas de audiencias y el retiro de las penumbras y el secreto. En cuanto a los juegos temporales, las redes y dispositivos abren un abanico de tópicos más que interesantes sobre los que no podemos detenernos. Vale decir, por el momento, que al igual que el espacio, el tiempo surge de los ensamblajes mismos y de las relaciones de sus nodos tanto en esas redes como en otras. Por caso, los procesos judiciales se ponen en marcha durante el día, en determinadas fechas y horas hábiles. Esa dimensión temporal propia de los rituales penales se relaciona luego con el tiempo social, el cósmico y, con ciertas dificultades y crispaciones, el político y el mediático. Por otro lado, siguiendo a Foucault, los dispositivos surgen a partir de un objetivo estratégico y de inmediato opera un doble proceso: de sobredeterminación funcional y de perpetuo relleno estratégico (1991). En otras palabras, buscan reproducirse, para tomar el concepto de Bourdieu, aunque no necesariamente a través de su duplicación. Siempre hay posibilidad de revisión o reajuste. Corsi e ricorsi (Vico, 1995). Esto es palmario en el caso de los dispositivos ceremoniales. No existe un ritual único. No podemos hablar de ritual en ese caso. Estos “estabilizan la vida gracias a su mismidad, a su repetición” (Han, 2022: 14). La función del rito judicial, especifica Garapon, es movilizar tantas veces como se le solicita los símbolos de la justicia, repetir incansablemente “el momento de la fundación del proceso y recupera sin cesar desde el principio esta tarea de evitar el cuerpo a cuerpo, la venganza y la violencia” (2021: 180), como si en cada juicio volviéramos a escuchar la voz de Atenea en la Orestíada. Ligado también a la cuestión de la temporalidad, cabe señalar que los rituales penales juegan un papel importante en la memoria. En efecto, el ritual reconstruye el caso a partir de una indagación histórica. Evoca los hechos y los dota de sentido. Da cuenta de aquello que ha sido, que no se puede cambiar. A través del proceso, se fija un pasado que solo puede reinterpretarse en su sentido bajo condiciones estrictas. Eso que fue se transforma en justo o injusto. Y esa justicia que se designa en el presente proyecta hacia el futuro la conducta delictiva que ha ocurrido y ya no debe ocurrir. El dispositivo ritual busca grabar en la memoria con el fuego de las pasiones y los valores más sutiles. Las ceremonias refuerzan el recuerdo contra la cotidianidad que la limita. El ritual se opone al damnatio memoriae o la excomunión, la idea subyacente es recordar siempre el delito. No es casual que, en la Divina comedia, todos los pecadores piden a Dante que su pecado no sea olvidado (2015). Al igual que la masa en la teoría de la relatividad, los rituales deforman el espacio-tiempo, hacen que todo vaya más despacio alrededor suyo, provocan que las personas se detengan a contemplarlos, acaparan la atención, como ilustra Kafka en la cita inicial. De allí el problema de los media desde la temprana relación con los juicios penales. 5. La cuestión mediática Hemos mencionado que las redes no existen de forma aislada, que se interrelacionan con otras. En lo que refiere al fenómeno en trato, el dispositivo judicial penal, en su faz ritual, tiene una relación estrecha con los medios masivos de comunicación. En efecto, los rituales son públicos y valen en tanto son reiterados y presenciados por los espectadores. Por ende, en sociedades separadas espacio-temporalmente, el dispositivo penal implica una forma de comunicación que se presenta como siempre cambiante, pero que se vale de la estandarización y repetición en su producción. Como diría Foucault: del criminal tiene necesidad la prensa y la opinión pública. Él es blanco de todos los odios, polariza las pasiones; para él se pide la pena y el olvido (2006: 142). Más allá de cierto grado de simbiosis, la relación entre el dispositivo judicial y el mediático es bastante más compleja de lo que suele presentarla la dogmática. Las generalizaciones aquí se hacen añicos. Puede ocurrir, como dijimos, que el ritual penal se valga de los media en una suerte de alianza para llegar a la masa. Puede ocurrir también que el discurso mediático tergiverse o distorsione, en su traducción, al discurso jurídico. Finalmente, aunque tal vez de manera más limitada, ambos pueden converger en la popularización de rituales de memoria de gran envergadura. Respecto a esto último, vale recordar que, tras el retorno de la democracia en Argentina, tuvo lugar el Juicio a las Juntas, que fue el primer gran juicio televisado en el país, con una carga simbólica inédita en el mundo: un gobierno democrático juzgando a sus propios dictadores. No debemos soslayar que quienes más se ven afectados por este conflicto entre medios y derecho penal, además de los imputados, claro, son los públicos o la masa a la que se dirigen. En sociedades hipercomplejas, las personas descansan totalmente en los especialistas policiales, políticos y judiciales a la hora de comprender la conducta delictiva. Están enseñadas a hacerlo de esa manera, pues no tienen tiempo de otra cosa. Desde una visión estética, el ritual se compromete, en palabras de Rancière, con un reparto desigual de lo sensible (2014). Para este autor, el trabajo implica un reparto de lo sensible: la imposibilidad de hacer otra cosa fundada en una ausencia de tiempo. Concretamente, el trabajo relega a la trabajadora o trabajador en el espacio-tiempo privado de su ocupación, lo que conlleva su exclusión de la participación en lo común.3 Como en tantos otros temas, el sistema penal se transforma en una caja negra que, en general, es explicada mal y de manera tendenciosa, relegando a los públicos al reclamo más elemental ante cualquier sensación de agravio: la venganza. 6. Los rituales penales hoy Ha quedado claro que abandonar la causalidad lineal y trabajar desde lo cartográfico no implica, bajo ningún supuesto, esmerilar las conexiones de los dispositivos jurídicos con otros de índole política, económica o mediática. Muy por el contrario, la propuesta requiere de la transdisciplinariedad para entender cómo los distintos nodos forman parte de otras redes y traen con ellos determinados valores y conductas. Lo que es más, rechazar la distinción macro-micro no significa que no pueda valerse de estudios en uno u otro sentido, como es el caso de los análisis de contexto, que permiten advertir ciertas características comunes a distintos ensamblajes. Sentado ello, en el presente apartado nos preguntamos, de manera harto sintética, cómo se han transformado los rituales penales en la historia reciente y a qué desafíos se enfrentan hoy. Con este norte, huelga empezar señalando que parece difícil seguir afirmando que los rituales penales cumplen a rajatabla la función social destacada por Durkheim; esto es, mantener la cohesión social. En lo que aquí interesa, uno de los problemas más acuciantes tiene que ver con el desencantamiento del mundo pregonado por Weber. Sencillamente, con el advenimiento de la Ilustración y la Modernidad, la pena se independizó del pecado, de la falta religiosa, se desacralizó y racionalizó. Entre otras variables, esto fue posible en Occidente porque la tradición judeocristiana introdujo entre las personas y Dios un texto (la Biblia) que contiene la ley, permitiendo así la hermenéutica. De allí en más, bastó quitar a Dios de la ecuación para que la ley se entronizara en los dispositivos ceremoniales como el proceso. Para comprender ese extremo, podemos prestar atención a una tradición antigua distinta: la egipcia, donde regía una religión sin libro de culto oficial, por lo que la base de su sistema era el rito, el acto sagrado que conseguía poner en contacto a hombres y dioses. Retomando la historia de Occidente, de acuerdo con la tesis de Harold Berman (1996), el primer modelo de Estado, la Iglesia, del cual se desprendieron los sistemas jurídicos europeos, implica la participación eucarística, un ritual sacrificial. Es decir, que las ceremonias no fueron abandonadas. Más allá de la mentada separación entre ley y pecado, durante la Modernidad el proceso guardó una relación estrecha con los valores y pudo seguir canalizándolos. Distinta es la historia desde mediados del siglo XX, con la tan discutida, aunque siempre útil posmodernidad, cuando las sociedades comenzaron a reconocer su heterogeneidad y los grandes relatos y telos sociales se resquebrajaron. En pocas palabras, el mensaje sobre el delito puede ser único, pero no los públicos a los que se dirige. La aguja hipodérmica nunca funcionó. Como todo gran acontecimiento, los dispositivos espectaculares exceden las condiciones de su producción y pueden ser reinterpretados en distintos contextos. Como bien expresa Garland, cuando una comunidad no es completamente homogénea –es decir, casi ninguna– habrá distintos tipos de auditorios para tales ceremonias públicas y distintas respuestas. Algunos participantes o espectadores experimentarán reconocimiento, identificación y fortalecimiento de su fe, mientras que para otros la ceremonia significará coerción más que autoridad, un poder ajeno más que una creencia compartida (2010: 91). Pero no solo la criminología o sociología del delito son útiles a este respecto. Los estudios sobre el consumismo y el riesgo también pueden contribuir al análisis de los rituales judiciales. En relación con el consumismo, podemos destacar, siguiendo a Bauman (2010), que este impele a las personas al consumo y al descarte inmediato de pasiones, emociones y experiencias. Esa avidez, esa instantaneidad, se opone a los tiempos ceremoniales, demasiado extensos, pomposos, aletargados. Los televidentes no soportan un juicio completo, solo se interesan por sus partes cúlmines, como el veredicto o un testimonio interesante. Y cuando el caso termina, necesitan otro, impidiendo la configuración y reforzamiento de la memoria al que está llamado el proceso. Por otra parte, los rituales penales tienen dificultades a la hora de presentarse como grandes acontecimientos porque cualquier contravención, incluso la más mínima, es vista como un peligro o riesgo social. De allí que, en una sociedad de riesgos –para retomar la célebre conceptualización de Ulrich Beck (1998)–, se reclama en los procesos una defensa total, donde la figura del otro está ausente y, en su lugar, se erigen formas demoníacas para tópicos muchas veces baladíes. Así entendido, el ritual penal abandona su carácter apotropaico, pierde su épica, no erige héroes y villanos, no aleja el mal, ni propicia el bien, porque los valores carecen de importancia, porque lo único que se salvaguarda es la utilidad y la eficiencia. La pena no tiene sentido. No devuelve al rebaño a la oveja descarriada, no instituye ejemplo alguno, no garantiza retribución, no disuade ni intimida. Curiosamente, su fundamento se democratiza, se abre a la hermenéutica, cualquier persona puede decir de ella lo que le venga en gana. Más curioso aún: ha sido el campo académico el que ha gestado esa permeabilidad que atenta ahora contra la liberación. Siguiendo los derroteros de Durkheim y de los autores antes citados, Byung-Chul Han expresa que “los ritos son acciones simbólicas. Transmiten y representan aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada una comunidad”. No obstante, advierte de inmediato que estos “generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que predomina hoy es una comunicación sin comunidad” (2022: 11). Para él, al igual que Lash (2005) o Sfez (2007), la sociedad de la información se contrapone a la sociedad de los símbolos. Esto es palmario en épocas de sobreinformación y proliferación de dispositivos electrónicos de almacenamiento de datos. En el caso del proceso, el abandono de las pelucas, la toga y, hoy en día, del expediente, son síntomas de la pérdida de lo simbólico (de nuevo, efectuamos un análisis sin nostalgia). De igual manera, deben interpretarse los cambios arquitectónicos. En el diseño de los nuevos tribunales se renuncia a las columnas y escalinatas griegas o romanas, las grandes y pesadas construcciones de hormigón y mármol. En su lugar, se erigen edificios de vidrio y acero que se confunden con el paisaje urbanístico, que no se diferencian de una empresa o un museo. Esta pérdida de lo simbólico, aunada a la entronización de la información, nos devuelve una vez más a la relación entre derecho y medios. Desde la comunicación social, Valdettaro refiere que la impresión es que las instituciones han perdido el poder de habla; se encuentran como por fuera del discurso, incapaces de producir interpelaciones entramadas de manera lógica a nivel de lo simbólico, con su capacidad de generación de colectivos de identificación demolida, desquiciadas en su periplo mayormente icónico-indicial (2023: 20). Y retomando lo mediático: “en dicho contexto, las tradicionales instituciones de la democracia representativa occidental ya no son operativas. Perforadas por el enmarañado mundo de la mediatización, las innumerables manifestaciones de la irritación crepitan en escenas públicas concretas, excitadas y rabiosas” (Valdettaro, 2023: 20). En la era del Antropoceno (Crutzen y Stoermer, 2000), el Tecnoceno (Costa, 2022) o el Capitaloceno (Haraway, 2022) el ritual es sometido a dataficación y digitalización, es sepultado bajo expedientes digitales, algoritmos y videocámaras. Aunque el juez jamás tocó el cuerpo del condenado (tarea vil encomendada a la policía o al verdugo), el modelo inquisitivo o mixto preveía ciertas audiencias donde debían sentarse cara a cara. Hoy eso ni siquiera es necesario. Juzgador y juzgado no tienen por qué estar en la misma sala. Un juicio puede realizarse sencillamente a través de videoconferencia y expediente digital. Por primera vez en la historia un delito puede reducirse a una concatenación de ceros y unos. Todo ello no debería sorprendernos. En Weber la idea del desencantamiento del mundo aparece de manera simultánea a la burocratización; es decir a la tecnificación y a la matematización. Devenido pura técnica, el proceso adopta entonces los ropajes del dispositivo en el sentido crítico: como gestell (Heidegger, 1997). Y en ese derrotero, empalidece la justicia y resurge la venganza. Por todo ello, insistimos en que en el transcurso de la posmodernidad, el proceso deviene simulacro, una puesta en escena vacía de contenido, un reality que, aliado al dispositivo mediático, contribuye a la creación de una hiperrealidad (Baudrillard, 2012) o realitysmo (Ferraris, 2013). Nada legitima hoy al proceso penal más que su propio funcionamiento diario, su propia producción de casos, cada vez más aberrantes, complejos y vastos (Ara Aimar, 2023a). 7. La reapropiación del ritual, el lugar de la masa Desde las teorías de la comunicación a la filosofía, el ritual judicial desprovisto de verdad y justicia se transforma en comunicación vacía, en violencia sin significado. El summum de este fenómeno es la adopción y proliferación del procedimiento abreviado, que lisa y llanamente despoja al proceso de todo ápice de ritualidad. Nada marca mejor el pasaje del homo ludens al animal laborans en materia judicial. Hoy en día, “se trabaja más que se juega [dice Byung-Chul Han] el mundo es más una fábrica que un teatro” (2022: 32). Claro que esta búsqueda enfática de la eficiencia no significa la desaparición del sistema judicial penal. Despojados del ritualismo, de la teatralidad, de lo simbólico, los procesos (abreviados o no) siguen existiendo, la máquina sigue funcionando, alimentándose de los mismos cuerpos, vomitando los mismos sujetos, transformando a las cárceles en meros depósitos. Hoy, más que nunca, el ritual penal no es más que un teatro de venganza, una venganza que se yergue, como desde la noche de los tiempos, contra las almas más vulnerables. A esa afirmación parece llevarnos una lectura pesimista de estudios de diversa índole y latitudes, algunos de los cuales (muy pocos) pudimos comentar. Sin embargo, ese análisis obtura ver que a lo largo de la historia los procesos también han servido para castigar a los poderosos, aunque ello haya ocurrido en menor medida, aunque fuera excepcional. Lo que es más, conceder garantías en esos casos a quienes cometieron crímenes atroces, es uno de los mayores aciertos de la ciencia jurídica. De allí también el peligro de interpretar estas garantías como oropeles innecesarios para una justicia eficaz. Ahora bien, a esta visión negativa puede oponerse una no necesariamente positiva, pero sí expectante y activa, una que intente cambiar los rituales penales en términos de emancipación y permita atisbar ciertas prospectivas. En este orden, no escapa que existen diversas propuestas de cambio, ya sea dirigidas o impulsadas por ciertos actores del ritual. ¿Pero cuál es el grado de cambio posible cuando no son precisamente los operadores jurídicos quienes escriben el guion del proceso? ¿Cuál es el margen de acción de los magistrados, fiscales y defensores ante los embates del neopunitivismo? En lo que sigue, intentaremos ubicarnos fuera de lo que en general se considera parte del sistema penal: los públicos o la masa. Queremos preguntarnos, por ejemplo, si es posible reapropiarse del ritual penal desde la comunidad a la que se dirige, si hay espacio para la reinterpretación de la ceremonia por parte de los públicos, qué lugar ocupa la masa en una época de estéticas abiertas. Es claro que no podemos en pocas páginas desarrollar con amplitud estas ideas ni las de otros autores. Debemos limitarnos al comienzo, a desarrollar los conceptos necesarios, a inaugurar las ideas para pensar ideas (Haraway, 2022). Conforme a lo expuesto, debemos conceder en principio que existen serias dificultades para definir algo así como la masa, la comunidad o el público. Ante el resquebrajamiento de los vínculos sociales, la posmodernidad y el capitalismo financiero, resulta complicado vislumbrar grupos o redes sociales conformadas por intereses, ideas, valores o perspectivas comunes. Cada reclamo político parece encerrado en su propia efervescencia. No obstante, existen ciertas alternativas teóricas que arrojan cierta luz en nuestro camino. Tomemos, por ejemplo, la idea de sujeto de Touraine, que avanza sin dudas en la postura aquí propuesta. Para él, sujeto es un Ser de derechos, susceptible de ser invocado por todo individuo o grupo que tenga la intención de oponer principios universales a unos adversarios que, por más poderosos que sean, no pueden invocar más que razones particulares para legitimar su superioridad y su poder (Touraine, 2016: 16). Con el fin de las sociedades, un sujeto no es un individuo o grupo determinado, mucho menos un partido político, sino “la posición de una acción libre y creadora” (Touraine, 2016: 139). Ahora bien, esos derechos y principios que opone el sujeto en tanto locus aparecen más bien como una carencia o un reclamo que como una propiedad, como sugieren las teorías liberales clásicas. La libertad, por caso, no es algo que un individuo tiene, sino algo que el sujeto exige a quien pretende dominarlo sin justificación. Por todo ello, entendemos que la postura de Touraine puede ser enriquecida, por caso, con la idea de comunidad de Esposito. Para el filósofo italiano, la communitas “es el conjunto de personas a las que une, no una ‘propiedad’, sino justamente un deber o una deuda. Conjunto de personas unidas no por un ‘más’, sino por un ‘menos’” (Esposito, 2012: 29 y 30). Como puede advertirse, la coincidencia es clara. Además, como en el caso del sujeto de Touraine, una comunidad no es un cuerpo, una corporación o una fusión de individuos (Esposito, 2012: 32), constituye una materialidad mucho más compleja, mucho más rica, que podría seguir ampliándose desde el nuevo realismo. En la misma inteligencia, desde las teorías de la comunicación social, Valdettaro intenta teorizar sobre la masa, reapropiarse de ese término tan caro a los estudios sobre mediatizaciones, tratado peyorativamente tanto a derecha como a izquierda. Para la autora, en el mismo sendero que el de Esposito, el tipo de comunidad que deviene de una masa así constituida se caracteriza no por alguna pretendida identidad, sino de manera carencial. Los miembros se unen por aquello que no poseen, no por lo que tienen en común; lo común, dicho de otro modo, es la carencia (2013: 58). Para finalizar, podemos agregar la lectura que hace Bennett de la obra de Dewey, quien “se representa a un público como un conjunto de cuerpos afectados por un problema común que se genera a partir de un palpitante enjambre de actividades”, cuyos miembros “hubieran sido incorporados a ese público antes que como si se hubieran ofrecido voluntariamente para ser parte de él: cada cuerpo se ve a sí mismo arrojado junto con otros cuerpos dañados y doloridos” (Bennett, 2022: 221 y 222). Lo que tenemos entonces son redes, fugaces y efervescentes, compuestas de sujetos, cosas y discursos, que plantan cara a dispositivos de dominación, que realizan un reclamo de justicia. En estos términos, la reapropiación de los rituales penales por las masas no necesariamente debe limitarse a la discusión argumentativa clásica. Otras formas y estrategias comunicativas como las manifestaciones, el arte o la ciencia pueden jugar un rol fundamental. La cuestión de género es significativa en este punto. A este respecto, Esposito explica que en la comunidad, los sujetos no hallan un principio de identificación, ni tampoco un recinto aséptico en cuyo interior se establezca una comunicación transparente o cuando menos el contenido a comunicar (2012: 31). Para Valdettaro, mientras tanto, las masas irrumpen en el espacio público urbano, desplegando inadvertidas y, en principio, evanescentes formas de ejercicio político, pendientes de un “dispositivo del contacto cuyo estallido dependerá del tipo de articulación de ciertos vectores pasionales que instituyen un espacio indeterminado y contingente de acción” (2013: 64). De esta manera, la discusión sobre el presente y el futuro del proceso penal no puede limitarse a los espacios típicos instaurados por la Ilustración como la Legislatura o el Poder Judicial. A su vez, la discusión tampoco puede restringirse a la calle y, mucho menos, a las redes sociales o internet. Ninguno de estos espacios es suficiente por sí solo. La discusión, en cambio, debe darse en cada intersticio, en el interior de cada dispositivo del que formamos parte. Hay que permitir que la masa se exprese favoreciendo la democracia y sin presuponer la demagogia. Contra la pérdida de lo simbólico, la deliberación democrática. Contra el retorno de la venganza, la participación de los públicos. Está por verse si la recuperación de cierto grado de ritualismo es conveniente para superar el cálculo como panacea y transformar a los procesos penales en celebraciones públicas de justicia y perdón. Para ello, se deberá trabajar a destajo y con conciencia. 8. Referencias bibliográficas
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    1. Entre los autores y autoras que se han ocupado de la ritualidad o espectacularidad del proceso penal, pueden mencionarse, a mera lista de ejemplos: Garland (2010), Baratta (1988), Bourdieu (1996), Agamben (2018), Goffman (2017), Anitua (2003), Tedesco (2007) y Garapon (2021).↩︎
    2. Se ha discutido el rigorismo histórico de la investigación de Foucault en este punto. Algunos estudios fijan este proceso unos siglos antes. Al respecto, se puede consultar: Garland (2010: 188 y ss.).↩︎
    3. A este reparto desigual de lo sensible, Rancière opone un reparto democrático que saca al trabajador de su lugar, el espacio doméstico, y le da tiempo de ser en el espacio de las discusiones públicas y en la identidad del ciudadano deliberante.↩︎

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